martes, 12 de abril de 2011

La Ventana

Me desperté en una fría sala después de un tiempo indefinido sin abrir los ojos. No me reconocía, aunque tampoco era difícil, ya que las cuatro paredes que me envolvían no reflejaban lo que yo quería ver: mi nuevo yo. Lo único que perturbaba en esa estancia era la luz que entraba por una pequeña ventana redonda, cosa que me hacia arder los ojos como si de alcohol etílico se tratara.
Me giraba inquieto hacia un lado y otro de la sala, sin percatarme que estaba siendo observado. A veces, aquel pequeño brillo que entraba por la pequeña ventana comentada antes, se oscurecía por el paso de, imaginé, personas. Solo cuando eso ocurría podía entreabrir los ojos. Se oían golpes, aunque no tenía tiempo para deducir de donde provenían, ni quién era el autor de estos.
Nadie apareció en los dos días siguientes, los cuales pasé sentado en una esquina de la sala esperando, si soy sincero, no sé el que. Nada en mi cabeza me preocupaba más que eso, nunca nada me había importado más que aquello. Pero por más que buscaba dentro de mis más oscuros y escalofriantes pensamientos no podía descubrir que era aquello que me importaba tanto.

De repente, el brillo volvió, lo que me indicaba que había amanecido. La tenue luz me molestaba más que nunca aquella mañana. Me observaban, y por más que lo hacían, yo no me daba cuenta.

No podía creer que no tuviera la sensación de hambre que anteriormente, a lo mejor cuando era humano, tenia, y la cual, estoy seguro, que me hubiera matado. No sentía nada. Sensación extraña esa de no sentir nada, lo peor era que no sabía si podía articular sonido alguno, no lo sabía, simplemente porque no me habían dado la oportunidad de experimentarlo.
Tampoco estaba cansado, no, no lo estaba. Y de eso estaba más que seguro ya que llevaba, según mi deducción y siguiendo las pistas que me daba aquella tenue luz que se filtraba rebelde por aquella ventana, dos días sin hacerlo.

Me tocaba la cara pero no notaba nada diferente, nada.

Un sonido, un tenue sonido despertaba mi instinto.
No me acordaba para nada de mi vida anterior, alguno y borrosos recuerdos se cernían sobre mi memoria, pero, para mi disgusto, sin poder mantener una relación coherente entre ellos.
Y allí estaba, ese ruido, ese olor, todas aquellas circunstancias que hacían despertar mi instinto.
Indefinidamente allí, como aquella pequeña ventana redonda por donde se filtraba rebelde la tenue luz, que, valga la repetición, me dañaba los ojos.

Recordé en aquel momento unos ojos, unos ojos azules como, como… no sabía a que compararlo. Desde que estaba allí el único color que veía, si se puede llamar color, era la oscuridad.
Y allí estaba de nuevo, no sabía lo que era, pero cada vez se acercaba más y más.
Mi curiosidad revivió al día siguiente, y como un recién nacido, con un poco más de habilidad claro está, empecé a recorrer esa pequeña sala. Al cabo de unos instantes me di cuenta, para mi asombro, que no había cavidad alguna más que aquella ventana, si, aquella pequeña ventana redonda.

Y volvía, pero ahora era más intenso, mucho más.

Seguía sin saber de dónde provenía ese ruido, pero ahora no me importaba, ya que una enorme sequia poblaba mi boca. Súbitamente, y sin darme cuenta, la luz rebelde que se filtraba por aquella pequeña ventana redonda desapareció.
Un muro se levantó, dando paso a una inquietante luz que me impedía mover. Me arrinconé cerrando los ojos al máximo. Pude distinguir como una sombra se acercaba, mientras mi temido instinto crecía por segundos. Hablaba, aquella sombra hablaba. Y lo más sorprendente era que podía reconocer esa voz. No sabía asociarla, pero la encontraba familiar.
Se acercaba, se acercaba más y más, sin yo poder remediar lo que iba a ocurrir.
La noté, noté aquella mujer a mi lado. Palpando, intentando buscar una mano a la cual aferrarse.
Yo intenté evitarla, para no hacer más longevo lo que estaba destinado a ocurrir. Dirigí mí cabeza, aun con los ojos cerrados, hacia donde estaba la pequeña ventana, ahora cerrada, por donde antes se colaba la rebelde luz.
Me encontró la mano y la cogió. La quise advertir de que no tendría que haberlo hecho. De repente, y sin yo poder remediarlo, me acerqué a ella, y con un simple gesto, se desvaneció.  
Acto seguido el muro empezó a cerrarse, y con un gran impulso estuve a punto de salir de aquella sala, que para mi pesar, sería lo único que vería por el resto de mi vida. Pero antes de que se pudiera cerrar del todo oí a alguien que decía: “La esperanza es una droga que ciega a la realidad”. No pude entender el significado de aquellas palabras.
Me senté al lado del cuerpo inerte mientras dirigí mi mirada perdida a la pequeña ventana, de nuevo abierta, por donde se escurría la rebelde luz.

Días después, en la televisión de alguna casa española: “La mujer de aquel y único afectado por la enfermedad desconocida, desaparece sin dejar rastro alguno. Lo más probable es que haya huido, y en consecuencia, dejado su casa en Salamanca, para irse a algún remoto sitio, y olvidarse de todo lo ocurrido en las últimas semanas”. – pero lo que muchos no sabían era que el cuerpo inerte que se encontraba a mi lado, era, sin yo saberlo tampoco, el de aquella mujer que, según la televisión, había huido.

El de mi mujer.      

Y terminó... aunque sea el comienzo de todo.

Por más que abría la puerta no veía nada. La abría y la volvía a abrir, pero más oscuridad que esa no se había visto en otro lugar. Intentaba retroceder, pero aún así no había escapatoria alguna. Movía la cabeza de un lado al otro, giraba sobre sí mismo, exactamente como una pequeña peonza desbocada que no tiene la intención de parar hasta que un malintencionado niño la hace parar. Supuestamente esa era la dirección que tenía que seguir para llegar al lugar indicado en el pequeño papel. 
De repente, una irritante voz salió de la nada. 
La voz más inquietante que había oído en la vida. Probablemente estaba diciendo algo coherente en algún idioma, pero él no lo podía entender. Aunque su pícara mente pensaba que esos sonidos no eran más que ruidos sin sentido. 
Por aquél entonces ya había vivido bastantes experiencias, pero que cada vez le eran más difíciles de recordar. 
Se apoyó en una esquina a descansar. 
Cerró los ojos lentamente, con la sensación de que si lo hacía, no volvería a abrirlos. 
Pero lo que solo el hombre de la inquietante voz sabía, es que no lo haría.